LOS JUEGOS DE AZAR
“¡Juega y gana!” dice el cartel. “¿Y si toca aquí?” pregunta un letrero que promociona la lotería nacional. O recibimos una carta, y al abrirla leemos: “Puede que ya haya ganado $100.000. Sus cupones de suerte se incluyen en el sobre. Devuélvalos con su suscripción y júntese a la lista de los ganadores”.
Nos bombardean constantemente con similares provocaciones a participar en alguna forma de juego. Aun en el supermercado o la tienda de nuestro barrio vemos los formularios para “Bingo” o para la quiniela. Al pensar en cómo suben los precios de los alimentos y otras cosas necesarias para vivir, la posibilidad de ganar dinero no es exactamente repulsiva.
Vueltos a casa y sentados en el sillón, leemos en el periódico la historia de un obrero que acaba de ganarse un cuarto de millón. Apostando relativamente poco, se ganó una fortuna. “Caramba,” pensamos, “¿qué no haría yo con un cuarto de millón?” Como dice el refrán: “¡A nadie le amarga un dulce!”
Suena el timbre de la puerta. Una graciosa niña quiere que le compre un número para una rifa en su escuela. ¡Difícil es negarla! ¡Y es para una buena causa!
Nuestra sociedad ofrece toda clase de oportunidad para “hacerse rico rápidamente”, o para “ganar buen billete”, comprando una participación en algún juego de azar. Hay juegos de caballos, perros y aun de gallos. Hay los juegos profesionales en los casinos con sus ruedas de ruleta y las máquinas tragaperras. Hay loterías nacionales y locales. Hay los juegos de Bingo muchas veces auspiciados por una iglesia, ¡y aun los curas y monjas juegan! Uno puede apostar en un partido de fútbol, el boxeo o casi cualquier otro deporte. Puede jugar con los números o naipes. Y por desgracia, ahora hay casinos en internet. O, si quiere algo más sofisticado, puede especular como accionista en la bolsa de valores. Esto no quiere decir que toda transacción en el mercado de valores es un juego; porque no es así. Puede ser una inversión muy conservadora. Todo depende del motivo del comprador y la naturaleza de las acciones que compra.
La atracción del juego es que el resultado posible es mucho más grande en proporción a la cantidad apostada. En 1975 un brasileño llamado Mirón de Souza apostó el equivalente de 58 centavos (estadounidenses) en un partido de fútbol, y se ganó $2.541.549. Era la mayor ganancia del mundo por un juego de azar hasta aquel entonces.
El próximo año un hombre de 26 años de edad en New Jersey se ganó una lotería estatal que le pagaría la suma de $1.776 por semana para el resto de su vida. Si vive hasta los 76 años habrá recibido un total de $4,6 millones de dólares.
¿Qué dice la Biblia sobre todo esto? El juego, en cualquier forma, ¿sería actividad legítima para alguien que profesa ser cristiano, creyente en el Señor Jesucristo?
Aunque la Biblia no dice explícitamente: “NO JUGARÁS”, sin embargo el mandamiento dice: “NO CODICIARÁS” (Éx. 20:17). El juego es una forma de codicia. Expresa un deseo desordenado para la riqueza, y una insatisfacción con lo que la providencia de Dios nos ha dado. Quiere decir que yo me quiero enriquecer a expensas de otros, si es posible. Y quiere decir que busco el favor de “la posibilidad”, “el azar” y “la diosa fortuna” en lugar de confiar en mi Padre celestial.
Así que, todas las prohibiciones de la Biblia en contra de la codicia se aplican al juego. Por ejemplo, en Lucas 12:15 leemos: “Guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”. La forma de vivir del creyente debe ser libre del amor al dinero; debe contentarse con lo que tiene ahora (He. 13:5). La codicia es idolatría (Col. 3:5); como ya mencionamos, le quita a Dios Su puesto en el alma, y pone en Su lugar el deseo de tener más. La codicia tiene lugar con la inmoralidad, las borracheras y las estafas, como pecado por el cual se le puede excomulgar a una persona de una asamblea local (1 Co. 5:11). De hecho, es tan maligna que le excluirá a una persona para siempre del reino de Dios (1 Co. 6:10).
La Biblia también dice: “Las riquezas de vanidad disminuirán; pero el que recoge con mano laboriosa las aumenta” (Pr.13:11). Las riquezas de vanidad son bienes ganados por la vanidad, por ejemplo, en el juego. Mientras el trabajo honorable es creativo y productivo, el juego no lo es. Las “ganancias” del juego suelen “volar”.
La Biblia dice: “Se apresura a ser rico el avaro, y no sabe que le ha de venir pobreza” (Pr. 28:22). El motivo en el juego es la codicia. Siendo que la codicia es impura y pecaminosa, como la avaricia, invita la maldición de Dios. En este caso la maldición de Dios viene en forma de pobreza.
La Biblia dice: “Como la perdiz que cubre lo que no puso, es el que injustamente amontona riquezas; en la mitad de sus días las dejará, y en su postrimería será insensato” (Jer. 17:11). El dinero ganado por el juego no trae una satisfacción duradera; mas probablemente traerá abundancia de problemas.
Después de recordarle a Timoteo que el creyente debe estar contento con la comida y el vestido, Pablo advierte que los que quieren enriquecerse caen “en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición” (1 Ti. 6:9).
El juego siempre tendrá su ambiente maligno para el creyente cuando recordamos que los soldados romanos echaron suertes para la túnica del Señor Jesús en el escenario de la crucifixión (Jn. 19:23-24).
Cuando a alguien le toca “el gordo”, su “buena suerte” se publica muy ampliamente. Pero, extrañamente, no se dice casi nada sobre las pérdidas encontradas en el juego. Pocas veces se oye del negociante italiano que perdió $1.920.000 en una mesa de ruleta en Monte Carlo en el año 1974, ni del príncipe árabe quien, en el mismo año perdió más de un millón de dólares en una sola sesión de juego en Las Vegas. Pocas veces se oye de los billones perdidos por los ciudadanos promedios mientras juegan sus sueldos arduamente ganados, con la “suerte” en su contra. Matemáticamente las probabilidades de ganar son patéticamente pequeñas. Por ejemplo, hay la posibilidad de que el “tragamonedas” más grande en el mundo pague un “dividendo” de un millón de dólares por la inversión de diez dólares, pero la probabilidad de que esto sucediera es de 1 en 25 billones.
Además, el juego fácilmente puede ser adictivo. No es cosa extraña verles a las personas jugando como si estuvieran hipnotizadas, como en un trance, malgastando su dinero hora tras hora. Aparentemente piensan que cuanto más tiempo pasen jugando, más probabilidades tendrán de ganar o al menos recuperar las pérdidas. De vez en cuando ganan una cantidad insignificante, sólo para darles incentivo a seguir el juego. Ningún creyente debería dejarse poner bajo el poder dominante del juego. Pablo advertía a los corintios en contra de cualquier cosa que podría esclavizarles, aun las cosas que por sí solas son legítimas, lo cual el juego no es (1 Co. 6:12b).
Nadie puede calcular la pobreza y miseria que traen para sí mismos y sus familias los que se dedican al juego. La casa se deshace, los alimentos escasean, se acumulan deudas inmensas, y mientras tanto, el sueldo es malgastado en intentos incesantes y fútiles para cambiar la pobreza a la riqueza de noche a mañana.
Considere también los crímenes que se cometen en el intento de recuperar las pérdidas. Robos, estafas, engaños, fraudes, traiciones, chantajes y todo un surtido de males, como la caja de pandora, es el resultado de los intentos frenéticos para ganar la respetabilidad financiera.
Añade aún las asociaciones malignas que frecuentemente acompañan el juego. Los enredos con la mafia son bien conocidos. ¿Puede el creyente justificar su participación en lo que huele al infierno?
Por supuesto, a veces la tentación viene con un disfraz religioso: “¡Imagínese cuánto podría hacer con el dinero para la obra del Señor!” Es la filosofía antigua de “hacer mal para que el bien resulte”. Había una señora que se acercó muy piadosamente a un predicador para compartir con él la idea más fantástica que jamás se había imaginado. Le pidió que orara para que el número de la lotería que ella había comprado fuese el número favorecido. Le prometió que si él orara y ella ganara, ¡ofrendaría la mitad para la iglesia! El predicador le respondió: “Oraré para que tenga un nuevo concepto de la religión en general, y en particular del cristianismo”. La obra de Dios no necesita el dinero ganado por las aventuras de los juegos de azar, y además, Dios no lo podría bendecir porque es dinero inmundo, no santificado.
Los que sienten la tentación de jugar así deberían tomar a pecho las palabras de Pablo: “Gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Ti. 6:6). Si eres piadoso y contento, tienes algo que el dinero no puede comprar. Si eres piadoso, no aventurarás con el juego, y si estás contento no tendrás ni la necesidad ni el deseo de hacerlo.
Finalmente, los que se sienten tentados por los juegos de azar deberían considerar las palabras de Samuel Johnson: “El deseo para el oro, sin sentido y sin remordimiento, es la última corrupción del hombre degenerado”.